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¿Para qué vives?


¿Qué sentido tiene la vida? Esta pregunta nos la encontramos de frente todos los seres humanos en algún momento de nuestra vida.

Un buen día miras a tu alrededor, te paras, un vistazo al cielo, a tu casa, tu barrio, la letra de esa canción, el ver a una persona que hacía muchos años que no veías, una noche en la que no te quedas dormido y en la cama tumbado comienzas a repasar tu vida en los recuerdos, una situación difícil, un fracaso, la muerte de un ser querido… Muchas son las circunstancias que tienen el poder de abrir tu vida a la gran pregunta que nace de lo más profundo de cada uno de nosotros, y que no se resiste a quedarse sin respuesta. Esa pregunta nos zarandea por dentro como un huracán. Con una fuerza que es capaz de atravesar del pasado al presente con la rapidez del pensamiento. Salta desde dentro como una sed, la sed del conocimiento existencial. ¿Por qué estoy aquí? ¿Hacia dónde voy? ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Yo para que vivo? ¿Qué sentido tiene mi vida?

En cuanto esta pregunta asalta tu corazón ya nada vuelve a ser como antes. Necesitas dar respuesta a esa pregunta y la buscas con todas tus fuerzas hasta el punto de ver pender tu vida como si estuviera en un hilo al borde de un abismo. Es el abismo del sin sentido.

Nada hay más doloroso para el ser humano y nada causa más tristeza que el verse envuelto en el sin sentido. El no saber por qué te levantas cada día, el no saber para que vives, el no saber por qué estás en la tierra.

Porque no solo basta con levantarte para ir a trabajar y llevar un sueldo a casa, ni uno se conforma con vivir solo para dormir, levantarse, reír, llorar, crear una familia, pasártelo bien con los amigos… En lo más profundo de nuestro ser hay algo que palpita y nos dice que la vida no es solo eso. Porque si la vida es solo eso, cuando uno muere todo se va al garete. Porque todo el mundo muere. Nadie se queda en esta vida eternamente. Por ello el ser humano necesita saber cuál es el profundo sentido que encierra cada una de nuestras vidas. Y no solo esto, sino que necesita saber la verdad. El corazón no se conforma con cualquier respuesta a la gran pregunta ¿Qué sentido tiene tu vida? ¿Tú para que vives? Necesitamos saber la verdad. Y esto no es fácil en una sociedad en la que tantas voces se alzan hablando de su verdad. Aquí no vale una verdad relativa, lo que unos y otros puedan pensar. Lo único que saciará la sed por el sentido de la existencia es la verdad objetiva. Y el único portador de la verdad se llama Jesucristo. El único ser humano y al mismo tiempo Dios, que se ha designado como la Verdad.

Como podemos observar la cuestión ¿Qué sentido tiene tu vida? Es de una gran envergadura y para poder contestarla necesitamos unas herramientas previas que nos ayuden a tener una perspectiva objetiva del terreno en el que nos encontramos y de esta forma no nos precipitaremos al responder a la cuestión más importante de nuestras vidas.

Y ¿Cuáles son esas herramientas? Pues precisamente dos cuestiones con las que completarás la trilogía de preguntas más importantes del mundo para poder ver ante tus ojos el verdadero sentido de la vida.

¿Cómo ser verdaderamente feliz? ¿Qué hay después de la muerte?

¿Cómo puedo ser Verdaderamente feliz?

Tú y yo, y todos los seres humanos que pisamos esta tierra buscamos día tras día la felicidad. No hay nadie en el mundo que no busque la felicidad. De hecho el corazón humano está creado para ello, hay como un impulso en cada uno de nosotros que hace que busquemos constantemente el ser verdaderamente felices. Pero al mismo tiempo vemos a nuestro alrededor cómo muchísimas personas son infelices, viven amargadas, a la minima de cambio pierden la paz por un contratiempo. ¿Que contradicción verdad? Un corazón hecho para la felicidad, para amar, para perdonar… Y tantos corazones que albergan odio, rencor, sufrimiento, dolor, ira…

¿Qué ocurre? ¿Por qué tantas personas son infelices en estos momentos?

Si ponemos la televisión, la radio o abrimos un periódico, no pocas veces se nos dice entre líneas que si tu y yo queremos ser verdaderamente felices, ellos nos pueden dar la clave, nos venden el perfil de una persona aparentemente “feliz”.

En muchos medios de comunicación nos dicen que para ser felices tenemos que tener unos bellos rostros, ser muy guapos, tener un buen cuerpo, llevar una vida donde cada uno hace lo que le da la gana, donde no debemos aguantar a nadie, donde tu y yo tenemos que ser el centro del universo. Nos venden que para ser felices hay que ganar mucho dinero, tener un buen trabajo, una nómina fija, éxito, tener mucho sexo, enamorarte hasta de las farolas, no vivir con normas sino libres, tener una casa, viajar, tener la nevera y la despensa muy muy llena… Si todo esto fuera verdad, las estadísticas no dirían que en 2013 el índice de mortalidad más alto en Europa tiene como causa el suicidio. Es decir, hay muchas personas infelices, que viven en un continuo sin sentido.

Conozco a muchísimas personas con dinero, con casas, con nomina fija, con mucho sexo en sus vidas, con lujo y con todos los deseos materiales satisfechos… Y no son felices. Por ello puedo asegurarte que ahí no está la verdadera felicidad.

¿Qué ocurre entonces?

El gran problema que está ahogando en la tristeza y la amargura a muchísimas personas es muy sencillo y a la vez muy complejo. Su raíz está en que la sutileza del mal es el engaño o la anestesia ante la verdad.

La verdad es la que lleva al ser humano a alcanzar la plenitud de su ser, de su vitalidad, de su felicidad… Y hoy muchas personas están siendo engañadas o anestesiadas con respecto a la verdad más esencial que hay en cada uno de nosotros y con ello cerrando el paso al primer escalón para comenzar a subir hacia el camino de la verdadera felicidad.

¿A que engaño me estoy refiriendo?

Pues sencillamente a que muchas personas no saben que diferencia hay entre un animal y un ser humano. Entre una rana y un adolescente, entre una yegua y su amazona. Los animales y los seres humanos tenemos en común que somos seres vivos, que nos alimentamos, que nos reproducimos, que crecemos y morimos. Pero hay una diferencia esencial por la que un animal y una persona somos completamente distintos:

Los seres humanos somos los únicos seres compuestos de CUERPO Y ALMA.

¿QUÉ NOS DICE LA IGLESIA?

“Corpore et anima unus”

La persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El relato bíblico expresa esta realidad con un lenguaje simbólico cuando afirma que “Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,7). Por tanto, el hombre en su totalidad es querido por Dios.[1]

A menudo, el término alma designa en la Sagrada Escritura la vida humana (cf. Mt 16,25-26; Jn 15,13) o toda la persona humana (cf. Hch 2,41). Pero designa también lo que hay de más íntimo en el hombre (cf. Mt 26,38; Jn 12,27) y de más valor en él (cf. Mt 10,28; 2M 6,30), aquello por lo que es particularmente imagen de Dios: “alma” significa el principio espiritual en el hombre.[2]

El cuerpo del hombre participa de la dignidad de la “imagen de Dios”: es cuerpo humano precisamente porque está animado por el alma espiritual, y es toda la persona humana la que está destinada a ser, en el Cuerpo de Cristo, el templo del Espíritu (cf. 1 Co 6,19-20; 15,44-45):[3]

«Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, éstos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador. Por consiguiente, no es lícito al hombre despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y que ha de resucitar en el último día» (GS 14,1).

La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar al alma como la “forma” del cuerpo (cf. Concilio de Vienne, año 1312, DS 902); es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza.[4]

La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (cf. Pío XII, Enc. Humani generis, 1950: DS 3896; Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 8) —no es “producida” por los padres—, y que es inmortal (cf. Concilio de Letrán V, año 1513: DS 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final.[5]

Muchas personas han olvidado o les han hecho olvidar que todos los seres humanos somos cuerpo y alma. Y para que tú y yo seamos verdaderamente felices, tenemos que cuidar el cuerpo y el alma, tenemos que buscar el máximo bien para el cuerpo y para el alma.

Si una persona solo vive para el cuerpo, para lo material… Siempre habrá algo dentro de esa persona que estará insatisfecha, infeliz, buscando felicidad. Porque los seres humanos solo somos felices cuando cuidamos al cuerpo y al alma de forma conjunta.

Por ejemplo: Si estamos en una sala y aparece una persona que hace dos meses que no se lava, cinco días que no come… Nos sorprendería su mal olor, su aspecto raquítico. Pues también el alma necesita lavarse, alimentarse, ser feliz…

Y es aquí donde encontramos el problema principal de la infelicidad de tantísimas personas, el sufrimiento de tantos jóvenes, la amargura de tantos matrimonios, la tristeza de tantos abuelos… Hay muchas personas que tienen sus almas raquíticas y sucias, vacías de sentido y de felicidad. Y así una persona nunca puede llegar a ser plenamente feliz.

Y podrías preguntarme ahora: ¿Cómo se hace feliz al alma, cómo se lava, cómo se alimenta, cómo se cuida?

Pues he de decirte que comenzamos a pisar tierra sagrada, que te abroches el cinturón porque vienen curvas. Y sobre todo abre los oídos y el corazón. Porque comienza la aventura que te va a cambiar la vida.

Dios existe, está vivo y está muy muy cerca de ti. Y es el único que puede alimentar, lavar y hacer feliz tu alma. Solo te pido que te des la oportunidad de experimentar que lo que te estoy diciendo es verdad. Yo no tengo ninguna autoridad para avalar con mi persona las palabras que te digo, porque no soy nadie, solo un pobre cura de pueblo que lo único que tiene para dar es a Jesucristo. Solo te puedo decir que millones de personas en todo el mundo han experimentado que Dios está vivo, que Dios existe.

¿Qué hay después de la muerte?

Esta es una de las preguntas más profundas y controvertidas que desde siempre se ha planteado el ser humano. Y además una pregunta ineludible, ya que todos moriremos algún día, nadie se escapa. Por lo que, ¿Puede haber alguna persona a la que no le interese la respuesta a esta magna pregunta?

No. A todas las personas le interesan. Todas las personas inteligentes se han preguntado alguna vez qué hay después de la muerte.

La respuesta no es fácil, pero tampoco es difícil. Todo es cuestión de saber escuchar a quien sabe la verdad.

Si nosotros salimos a una plaza de cualquier ciudad y le vamos preguntando a las personas que pasan: Perdone, ¿Qué cree usted que hay después de la muerte?

Nos vamos a encontrar respuestas de lo más elocuente. Algunos creyentes dirán que creen que hay un cielo hermoso donde vamos todos junto a Dios; otros, posiblemente ateos, nos dirán que después de la muerte no hay nada, que sólo hay que vivir el presente, después de la tierra viene la nada. Otros nos dirán que después de la muerte se da la reencarnación en otros seres vivos; otros nos dirán que nadie ha vuelto del más allá para decirnos lo que hay después de la muerte…

Como podemos observar la cantidad de respuestas y tan contradictorias que se escuchan lleva a que muchas personas queden desconcertadas en la confusión, hasta el punto de que dejan en off la búsqueda de la respuesta a esta gran pregunta, no volviéndose nunca a plantear tal cuestión. Y esto es un gran problema. Porque el saber la verdad sobre qué hay después de la muerte nos da la pauta principal para desvelar el “secreto” sobre el sentido de nuestras vidas.

Pues bien. Llegados a este punto voy a decirte algo muy importante: Yo he encontrado la verdadera respuesta a esta pregunta. Y digo verdadera. Porque lo que realmente importa no es encontrar lo que dice cada uno sobre lo que hay después de la muerte, sino encontrar la verdad. Porque la verdad es la que nos hace libres para escoger el bien o el mal.

Yo solo conozco a una persona en todo el mundo y en toda la historia que se ha definido como la VERDAD. De hecho dijo: Yo Soy el Camino y la VERDAD y la Vida.

Además, esta persona, Jesucristo, es el único ser humano que se ha definido como el Hijo de Dios único. Que tras padecer la crueldad de la pasión, fue clavado en una Cruz en la que antes de morir perdonó a sus enemigos.

Pero además, para las personas que piensan que no ha venido nadie del más allá para decirnos lo que hay: ¡atención!

Jesucristo Resucitó al tercer día según las escrituras. Volvió de la muerte vivo, resucitado, y nos dijo lo que hay después de la muerte.

El gran problema es que muchas personas no leen la Biblia, que es la Palabra de Dios, la Palabra de la Verdad. Y en la Biblia se nos ha dejado dicho lo que hay después de la muerte. Y Dios no miente. Por lo que es de sensatos ir a buscar en la Biblia lo que se nos dice sobre lo que ocurre con una persona desde el mismo instante en el que muere.

Mirad lo que se nos dice… ¡Es muy fuerte!

En primera lugar para sorpresa de los ateos, Dios nos dice que después de la muerte la vida continúa. Imaginad que estáis pintando una línea en un papel, pero una línea que no tiene fin, eterna, infinita… Pues eso es nuestra vida.

Ahora imaginad un trocito al principio de esa línea infinita. Eso es el corto tiempo que pasamos en la tierra.

¿Y qué ocurre cuando uno muere?

Pues como podemos ver muy bien explicado en el catecismo de la Iglesia católica, cada uno de nosotros en el momento de nuestra muerte tendremos un juicio particular, donde como en una película, veremos toda nuestra vida en la presencia de Dios. Todo lo bueno, lo malo, lo que nadie sabe… Todo. Y según como haya sido nuestra vida en la tierra, el destino de nuestra alma en la eternidad será Cielo, Purgatorio o Infierno.

La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf. Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros. [6]

Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre.

«A la tarde te examinarán en el amor» (San Juan de la Cruz, Avisos y sentencias, 57).[7]

Como puedes ver, el tiempo que estamos en la tierra es oro puro. En los años que nos toque estar aquí nos estamos jugando donde estaremos para siempre.

Todos tenemos una MISIÓN muy importante desde el momento en que pisamos la tierra: SALVARNOS. Y Dios se ha empeñado en salvarte, quiere que todos vayamos al cielo con Él. Pero nos ha hecho libres. Libres para elegir estar con Él para siempre o no. ¡Y atento! Solo podemos elegir mientras estamos en la tierra. Una vez muertos ya no se puede rectificar. Si escoges a Dios ahora lo abrazas para siempre, si rechazas a Dios ahora lo rechazas por toda la eternidad.

Pbro. Francisco Javier Dominguez

1 Catecismo de la Iglesia Católica, nº 362

2 Catecismo de la Iglesia Católica, nº 363

3 Catecismo de la Iglesia Católica, nº 364

4 Catecismo de la Iglesia Católica, nº 365

5 Catecismo de la Iglesia Católica, nº 366

6 Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1021

7 Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1022

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