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¿Soy lo suficientemente agradecido?


Me gusta agradecer. Mirar mi vida con gratitud. Me hace bien no pensar sólo en lo que me va mal.


Me quiero olvidar de la mala suerte. No me detengo en mis derrotas. Mi convicción está firme, puedo volver a vencer, puedo seguir luchando, llegar más lejos.


Por eso tengo que ser más agradecido. Siento que en ocasiones me fijo sólo en lo malo de mi vida. Y veo en las caídas y en las pérdidas un motivo claro para ponerme triste. No me hace bien la tristeza. Envenena mi alma. Me lleno de nostalgias infinitas y de rencores hacia un mundo que no me ha dado todo lo que merezco.


Sufro con y sin sentido. Lloro. Y entonces soy incapaz de ver en esos momentos la luz oculta en las sombras del dolor. En la oscuridad del odio. En medio de la ira que despierta mi orgullo. Y dejo de agradecer por todo lo que tengo.


¿Qué sentido tiene dar gracias cuando he perdido lo más valioso? Es una pregunta que surge a veces. ¿Cómo se puede agradecer llorando? Asocio la gratitud con las risas, con la felicidad momentánea o eterna, con la plenitud de una vida confiada y sencilla, con el éxito y la buena suerte. El otro día leía: «Narcisistas serían en la práctica todos los que no saben integrar su pasado ni leerlo con gratitud y que, de hecho, nunca han sentido la necesidad de dar las gracias a nadie, siempre encuentran algo que recriminar con respecto a su vivencia y a las personas que han tenido al lado, han perdido la capacidad de asombrarse de lo gratuito y de darse cuenta de que tal es su existir; y al actuar y exigir de este modo, entran en la lógica masoquista de la necesidad» (1).


Narcisista es el que no agradece. Porque siente que tiene derecho a todo lo que disfruta. Y siempre encuentra alguna queja dibujada en su ánimo. Algo falta. Algo no es todavía pleno. Ha perdido la capacidad del asombro. Es un don de los niños. La capacidad para mirar con ojos grandes la vida. Y descubrir tesoros escondidos en medio de las flores, de las rocas, de la noche. El asombro ante un paisaje, ante una visita inesperada, ante una sorpresa con la que no contaba. El asombro que me lleva a agradecer y logra que deje de mirar mi vida con egoísmo. Cuando agradezco vivo más volcado hacia el que está fuera.

Hacia el hermano, hacia el que sufre. Quiero aprender a agradecer al final de este curso. Como cada año. Como cada vez que acaricio el verano. Y descubrir fuentes de alegría en los meses pasados. Comenta el P. Kentenich: « ¿Acaso no debemos decir, haciendo una consideración serena, que son innumerables las fuentes de alegría, los cálices de flores en nuestro camino de vida? Son en su mayoría alegrías pequeñas las que nos salen aquí al encuentro. Podrán ser alegrías de la naturaleza, alegrías que residen en la gratitud.


¡Qué importante es que, como artistas de la alegría, aprendamos y enseñemos el arte de descubrir esas pequeñas fuentes de alegría y de disfrutar de ellas! En un tiempo tan pobre en alegrías, esta debería ser nuestra tarea esencial: disfrutar de las gotas de miel de la alegría en todas las ocasiones en que Dios quiera ofrecérnoslas. Ese es el arte de alegrarse, el arte de educar a otros a la alegría. El arte de hacerse inmune a la tristeza tiene que ser por cierto un arte sumamente difícil» (2).


Quiero ser inmune a la tristeza. Y para eso sólo tengo que buscar la mano que me sostiene oculta en medio de los espinos.


Sólo tengo que disfrutar pequeñas alegrías de mi vida, busco sus fuentes. Me detengo a contemplar las sutiles alegrías que a veces no percibo. Una mano amiga. Una sonrisa. Una palabra amable dicha al pasar. Una mirada que ríe. Un atardecer que lo llena todo. Una canción profunda que toca el alma. Una lectura que me sana. Un rato de silencio que pasa rápido dejándome la paz. Una película que me lleva a soñar con lugares desconocidos. Un rato de descanso mirando el agua de una fuente y escuchando su voz. El ruido de las aguas del río. La paz del bosque. La inmensidad del mar volcado en el infinito. Una llamada inesperada. Unas palabras de agradecimiento. Un te quiero. Un hasta= siempre. Son gotas de miel que endulzan las tristezas que soporta el alma.


Quiero ser más agradecido. Percibir en mi día esa mirada de Dios sobre mí, conmovida. Quiero aprender a agradecer por todo. No tengo derecho a que resulten bien todos mis planes. No me debe nada nadie. Tampoco Dios me lo debe. En lugar de rencores guardo sonrisas. Agradezco como un niño. Entre lágrimas caídas en el camino. Con dolor sonrío. Con la pena de haber perdido. Me asombro de nuevo al ver flores que antes no conocía. No son las que esperaba encontrar cuando sembré semillas. Son esas flores que sembró, eso seguro, una mano amiga.


Miro hacia atrás los días que son pasado. Pasa tan rápido el tiempo por mi vida. Me detengo asombrado. Sobrecogido como un niño. Espero encontrar a Dios siempre en mi camino. Descubrir su sonrisa, su paz en el alma. Estoy seguro de que la paz es suya. Y la luz que tengo cuando me dejo habitar. La paz y el consuelo. La esperanza que brota en mi pecho.


Cojo un papel y un lápiz. Me quedo callado pensando. Comienzo a escribir todas las gratitudes que encuentro, todas las luces que veo. La miel que me salva. Veo a Dios oculto. Acariciando mi alma herida, cansada y triste. Sosteniendo mi sonrisa ancha y mis ojos grandes. Asombrados.



1 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66 2 J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

Pbro. Carlos Padilla E.

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